Quizá porque sea un tema delicado para muchas sensibilidades, quizá porque una gran parte de las personas trans y LGBIQ+, lo mantenemos oculto a nosotras mismas por pura supervivencia en el rincón más recóndito de nuestras mentes, lo cierto es que nunca deja de estar ahí. Por mucho que lo disfracemos y maquillemos, por mucho que lo racionalicemos y por mucho que le demos la espalda, el odioso y vergonzoso sentimiento de culpabilidad sigue estando ahí, latente y dispuesto a lanzarnos un zarpazo en el momento en que menos lo esperamos.
La culpa, más bien el falso sentimiento de culpa, ese resorte que te inculcan y con el que te condicionan desde que prácticamente naces a la vida y, sabiendo ya quien eres, te preparas a enfrentarte al contacto con los demás.
La culpa. Ese verdadero constructo social que actúa como un efectivo mecanismo para controlarnos. La culpa de ser quien eres, la culpa de amar a quien no debes, la culpa de actuar a escondidas. La culpa de engañar a tus padres a los que amas con tal de no perder su amor o, siendo prácticos, para no perder un techo. La culpa de engañar a tus compañeros de colegio o instituto, el vano intento de fundirte y mimetizarte con ellos para evitar el rechazo, o para no sufrir su "correctivo" en tus carnes. La culpa de mentir y crearte una identidad falsa para no ser rechazada en un empleo o evitar sufrir el trato vejatorio de la misma sociedad. La culpa ante tu pareja heterosexual a la que no amas y junto a la que estás únicamente para "salvar las apariencias". La culpa por hacer de su vida un infierno, o la culpa de abandonarla cuando ya no puedes más. La culpa ante la persona que de verdad amas por ocultarla a tu familia y a tu círculo profesional y de amistades, o la culpa ante los tuyos por ocultarles tu doble vida, tu doble amor, tu doble expresión sexual con la que intentas ocultar tu verdadera identidad... La culpa por ser empujada en algunos casos a practicar la prostitución porque es la única salida que se te permite. Y para algunas, la CULPA, ese horror cósmico que te han inculcado a ser eternamente maldita por tu dios.
Esa culpa, esa multitud de culpas amplificadas que te torturan no dejándote dormir de noche. Bien sabes que es algo que no deberías sentir, sabes que es un impulso del todo atávico e irracional, pero el condicionamiento es muy fuerte y muy profundo y no lo puedes evitar aunque lo racionalices, aunque lo desnudes y lo relegues a su justo lugar que es la nada. El sentimiento sigue ahí. Y será durante toda tu vida una capa de mierda que no te podrás quitar de encima por mucho que te la intentes limpiar.
Las personas LGTBI no solemos hablar de ello precisamente porque no queremos recordarlo, y la relegamos bajo cuatro llaves en ese armario trastero del inconsciente que en su tiempo Jung denominó la Sombra. No soy quien y siempre procuro no hablar por los demás, pero esta vez estoy segura de que más de una os identificaréis conmigo porque usualmente, y por vuestra salud mental, también soléis recurrir instintivamente a ese mismo mecanismo de defensa.
Aunque en este momento, mientras escribo, me doy cuenta de que no me está siendo difícil hablar del tema, aún siendo la primera vez que lo intento materializar en palabras. Quién sabe si no me cuesta simplemente porque (ojalá, ruego por ello) quizá lo he podido superar y relegar casi del todo. Nunca cometeré la simpleza de decir del todo porque donde hubo siempre queda, donde hubo sufrimiento (sentimiento) siempre queda algún rescoldo.
Uno de nuestros mantras más socorridos entre las personas LGTBIQ+ es que si tus cercanos no te aceptan no son realmente familiares o amigos tuyos, no merecen estar en tu vida y puedes prescindir perfectamente de ellos.
Sí, pero no.
Naturalmente no es lo mismo un familiar cercano como tu padre o tu hermana o un amigo de toda la vida que cualquier imbécil que te encuentres por la calle o por las redes del cual simplemente te puedes reír y punto. Para llegar a asumir esta máxima hace falta muchas veces toda una vida, y algunas no lo llegan a asumir nunca. Y lo mismo ocurre con sus creencias religiosas, a quien las tiene. En general, el sentimiento de culpa está ahí, sigue latente, y en muchos casos, aunque no lo sientas, aunque no lo percibas conscientemente, te hace vacilar... Muchas veces llega a condicionar tu conducta y tus proyectos, incluso puede llegar a hacerlos naufragar.
Generalmente, y según tal y como se haya moldeado tu personalidad, el sentimiento de falsa culpabilidad te puede conducir hacia dos caminos del todo opuestos.
El primero es el camino de la pasividad al que se dejan arrastrar las voluntades más débiles, que es darles la razón a quienes te hacen sentir culpable hasta odiarte a ti misma, el camino de la constante recriminación y ocultación que puede conducir al fracaso vital, a la autodestrucción y, desgraciadamente, en muchos casos al suicidio condicionado por considerarte a ti misma una persona "indigna" y "defectuosa", inútil para una sociedad que propugna el binarismo y la procreación que le procure consumidores serviles y trabajadores para la máquina.
El segundo es el camino del resentimiento, del odio a esa misma sociedad que te ha inculcado este sentimiento de culpa y fracaso ante no poder cumplir con los valores anteriormente expuestos. Se trata también, naturalmente, de una actitud a superar, porque, al igual que la otra, te puede conducir al abismo. Aunque, por otro lado, esa rabia, ese desprecio por quienes te quieren hacer sentir culpable, pueden ser productivos y te pueden ofrecer una salida. La rabia es fuerza y se puede encauzar, y muchas veces es esta fuerza la que te hace salir a flote y también empeñarte en las mayores causas y procurarte la dignidad, el orgullo y la conciencia de que realmente eres una persona única y también valiosa. La rabia es fuerza, y la fuerza lleva a la acción. Quizás sea ésa una de las mayores razones por las que tantas personas LGTBlQ+ somos activistas, en una sociedad que nos suele intentar relegar a un rincón muy cerca del abismo. Se trata simplemente de la lucha por no caer en él y por lograr conseguir un espacio que, poco a poco, a pesar de aquellos que odian y que pretenden hacernos depositarios de esas falsas culpas que han creado para nosotras, estamos consiguiendo, con ayuda o, generalmente, gracias a nuestras únicas fuerzas.